El vagón venía plagado de estudiantes adolescentes
que regresaban de una excursión.
Acné, partidas de cartas, risas,
música desde los móviles, chucherías, juegos infantiles…
y en medio de aquella fábrica de hormonas
una niña, otra alumna, que me hizo
apartar la vista del libro en su dirección (la de ella)
por, al menos, 100 kilómetros de los 110 que duraba
el trayecto.
Sentada al otro extremo del vagón
participaba de alguna conversación distraída
y masticaba chicle de fresa con el que hacía globos
rosados como mi corazón
que explotaban, como mis pupilas, en sus labios carnosos
y que recogía con su lengua roja
ayudada por sus dedos finos de uñas pintadas.
Con su risa blanca se levantó
y se dirigió hacia mi asiento
y con su acento de Ninfulandia me dijo:
¿Puede ayudarme a bajar la maleta?
Lo hice y volví a mi libro con aquel tratamiento
de “usted” que se me clavaba
como una coma mal puesta.
Ella se fue a otro vagón donde la requería un profesor,
algún
Humbert cabrón al que, seguro, tuteaba.
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